Tras quince años de laboriosos trabajos de restauración, los frescos pintados por Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco de la ciudad toscana de Arezzo pueden ser de nuevo contemplados en todo su esplendor.
Llenando totalmente las paredes del presbiterio, en tres filas superpuestas de escenas, narran la Leyenda de la Vera + Cruz. La solemne compostura de sus figuras y la luz inmóvil que las baña las hace parecer dispuestas a afrontar cómodamente la eternidad.
El relato más completo de las vicisitudes de la Vera + Cruz, aquella en la que Cristo fue sacrificado, es el de la Leyenda Dorada. En ella las historias están ordenadas según el calendario litúrgico, y así encontramos los episodios relativos a la Vera + Cruz en dos festividades distintas: la Invención (el redescubrimiento de la Cruz de Cristo por Santa Elena), y la Exaltación (la devoción de la Cruz a Jerusalén por el emperador Heraclio, después de que el persa Cosroes la hubiese robado). Pero aglomerando sobre esos dos momentos toda la historia de la Cruz, que se hace remontar al Árbol del Bien y el Mal. La Leyenda hace de la sagrada reliquia el nudo material entre el Pecado Original y la Redención. Antes de Piero, otros pintores abordaron esta historia: Agnolo Gaddi, que desarrolló en la iglesia de Santa Croce de Florencia el primer ciclo monumental de frescos dedicado a la Santa Croce (1388-92); Cenni di Fresco de Volterra (hacia 1410) y Masolino en Santo Stefano de Empoli (después de 1424; destruidos en el 1893, sólo se conservan las sinopias).
Pero la Leyenda no narra una historia lineal, sino que recopila relatos a veces contradictorios sobre los mismos hechos, y por tanto los pintores y sus clientes tuvieron no sólo que elegir los episodios que les interesaban, sino escoger a veces entre distintas versiones del mismo hecho.
La historia comienza con la Muerte de Adán: Adán enfermo, envía a su hijo Set al Paraíso a pedir unas gotas del aceite del Árbol de la Vida; el ángel se las niega, pero le entrega en cambio una rama del Árbol del Bien y del Mal con la promesa de que cuando éste crezca, Adán sanará.
Cuando regresa, Adán ha muerto y es enterrado con la rama en la boca: del árbol que nazca de esa rama se hará la Cruz de Cristo, cuya muerte será, naturalmente, la salvación de Adán y de todo el género humano, perdido por el Pecado Original.
El Árbol crecerá magnífico y vivirá hasta el tiempo del rey Salomón. Éste querrá usarlo como viga para su Templo, pero el tronco, una vez cortado, no se acomoda a la medida necesaria y es colocado como puente sobre el río Siloé. Cuando la reina de Saba llega desde sus lejanos dominios, atraída por la fama de Salomón, y se dispone a cruzar el río, percibe la naturaleza prodigiosa del tronco y lo adora; luego revela a Salomón que de ese madero será colgado alguien que traerá el fin del reino de los judíos; Salomón atemorizado, lo hace enterrar.
Si los episodios anteriores relatan el origen del madero de la Cruz desde el Árbol del Paraíso, los siguientes son ya la historia de la Cruz misma, primero como signo del emperador Constantino, y luego, ya recuperada como objeto real.
En efecto, cuando Constantino está en vísperas de enfrentarse a su último rival, Majencio, sueña que un ángel se le aparece mostrándole una cruz y le dice que con aquel signo vencerá.
De las dos versiones que la Leyenda ofrece de la Victoria de Constantino, se escoge aquella en que ésta se produce de forma milagrosa, y el ejército enemigo huye sin lucha.
Convertido al cristianismo, Constantino envía a Elena, su madre, a Jerusalén a buscar la reliquia de la Cruz. El judío que conoce el lugar donde está enterrada se niega a revelarlo y Elena lo hace encerrar en un pozo seco sin agua ni alimento hasta que confiese; finalmente claudica, es sacado del pozo y revela el lugar.
Encontradas en el Gólgota tres cruces, Elena identifica la verdadera Cruz de Cristo porque consigue resucitar con ella a un joven recién muerto.
El último episodio de la historia tiene lugar tres siglos después: en el año 615 el rey persa Cosroes roba la Cruz (Santa Elena había enviado a su hijo Constantino un pedazo de ella y dejado el resto en Jerusalén) y se la hace poner a la izquierda de su trono, con un gallo a su derecha como burla del Espíritu Santo, colocándose él en el centro como Dios Padre.
El emperador bizantino Heraclio, enterado de la sacrílega actitud de Cosroes, decide recuperar la Cruz: La Leyenda Dorada dice que Heraclio retó al hijo de Cosroes a un combate singular junto al Danubio, sobre un puente y a la vista de ambos ejércitos.
La versión de Piero es diferente. En su Victoria de Heraclio, los bandos se enfrentan, casi indistinguibles, en una batalla confusa y sangrienta, cuyo resultado Cosroes aparece arrodillado, humillado ante su propio trono vacío, muriendo decapitado.
La exaltación de la Cruz, Heraclio modestamente vestido como Cristo cuando entró en Jerusalén, exhibe la Cruz para su adoración antes de entrar con ella en la ciudad.
(Revista Descubrir el ARTE, nº67. Sep. 2004.
Art. de Dª. Consuelo Luca de Tena).